NOTAS

Una nueva clase trabajadora


31/07/2020
Por: Antonio Momblán

¿Evolución o disrupción?

La historia de la humanidad ha ido unida inseparablemente a su propia evolución, siempre ha sido su esencia impulsora. Evolución en sentido político, social, económico, cultural, tecnológico, laboral e, incluso, biológico. Evolución meditada y pausada en algunos casos, espontánea, inconsciente y abrupta en otros.

Las distintas revoluciones por las que ha discurrido nuestra especie (agrícola-ganadera, científica, industrial y tecnológica) se han espaciado en el tiempo durante largos períodos, milenios incluso, llegando hasta el presente. Bien es cierto que algunos eventos históricos, por su impacto y magnitud global, han supuesto cambios disruptivos significativos (pensemos en la Segunda Guerra Mundial y en cómo el gigantesco Proyecto Manhattan fue capaz de desarrollar la fisión nuclear en tan solo 4 años), pero la historia normalmente se ha cocido a fuego muy lento.

En estos últimos meses, la humanidad ha sufrido una pandemia global de impacto sobradamente conocido. Está pandemia está suponiendo un importante acelerador en multitud de aspectos que, de otra forma, habrían sufrido un proceso evolutivo dilatado en el tiempo, al igual que lo sufrieron en su día todos nuestros grandes desarrollos, como los vehículos a motor de explosión, los derechos sociales, los medicamentos, internet o las energías limpias.

Aún sin poder ocultar que ya antes de esta crisis nos relacionábamos con nuestro entorno de una forma distinta a como lo hacíamos a principios de milenio gracias a las nuevas formas de ocio, de consumo y de trabajo auspiciadas por las nuevas tecnologías, no podemos negar que la disrupción ha llegado y que traerá de la mano un cambio de paradigmas.


Una de las áreas donde la crisis del coronavirus puede haber provocado un impacto disruptivo más significativo es en el ámbito laboral. En ausencia de vacuna, la reducción del número reproductivo básico a cifras lo más bajas posibles ha resultado ser el arma más eficaz para evitar la propagación del Covid-19 y eso sólo ha sido posible gracias al confinamiento más o menos drástico que han impuesto Gobiernos de todo el planeta a una gran parte de la población mundial.


Ante estas circunstancias, muchas industrias se han visto obligadas a detenerse al no poder dar continuidad a sus operaciones, pero otros muchos sectores han tenido la oportunidad de mandar a los trabajadores a trabajar a sus casas como medida de contingencia, tanto operativa como sanitaria.

Antes de la crisis del Covid-19 ya existía el teletrabajo. Según datos de distintas organizaciones como Eurostat o la Organización Internacional del Trabajo, un 14% de los trabajadores en Europa venían trabajando, al menos parcialmente, desde casa. En EEUU esa cifra crecía hasta el 20%. En Japón, un 16%. Brasil parece encabezar las estadísticas de América Latina con otro 16%. La información del resto de países del entorno latinoamericano es mucho más difusa, al no tener datos estadísticos oficiales, pero parecen manejar medias mucho más bajas. En las distintas incidencias parecen intervenir multitud de factores tanto económico como culturales.

Aún es pronto para calcular de forma inequívoca el impacto numérico que ha supuesto la crisis del coronavirus en los ratios del teletrabajo, pero todo parece indicar que las cifras han aumentado significativamente en casi todo el planeta.

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¿Se cumplieron las expectativas?

Los trabajadores siempre vieron muy positivamente el poder trabajar de forma flexible fuera de la oficina y lo han venido reclamando como forma de conciliar vida personal y laboral, algo esencial para nuestra felicidad como individuos. A este beneficio se añadía cierto ahorro en costes, como en combustible, en ropa o en comida, por ejemplo. Trabajar en modo remoto también habilitaba la participación en el mercado laboral a ciertos grupos de individuos como puedan ser jóvenes madres, discapacitados o gente de edad avanzada.

Las empresas sin embargo siempre han visto más pegas al planteamiento. Bien es cierto que, de puertas para afuera y al tratarse de un signo inequívoco de un nuevo tiempo propiciado por las tecnologías de la información y la comunicación, se mostraban abiertas. Pero de puertas para adentro mostraban más recelo, debido principalmente a dos razones. Una primera de productividad y falta de control directo sobre el trabajador, donde subyace realmente un problema bidireccional de falta de confianza e irresponsabilidad; y una segunda, técnica, al demandar el trabajo en remoto importantes inversiones en infraestructuras digitales habilitadores y nuevos procedimientos. A ello se añade también una importante, aunque de difícil cuantificación, pérdida de cultura corporativa y de creatividad; no olvidemos que el intercambio de ideas siempre es positivo en las organizaciones empresariales.


La realidad ha resultado ser otra y ha puesto de manifiesto muchas deficiencias que habrá que solventar si queremos hacer del teletrabajo un avance. El trabajador se ha encontrado muy lejos de esa deseada conciliación, debido principalmente a una incapacidad para separar en el mismo entorno (el hogar) el tiempo dedicado al trabajo y el tiempo dedicado a su ámbito personal.


Es cierto que la realidad ha sido de difícil manejo ya que muchas empresas no estaban preparadas para ofrecer esta solución en un momento crítico con clientes y proveedores, debido a la falta de procedimientos para trabajar en modo remoto y a cuestiones técnicas de distinta índole (desde conexiones deficientes hasta herramientas no suficientemente desarrolladas); la productividad, sin embargo, ha aumentado. Se empieza a hablar ya con fuerza del derecho a la desconexión digital como forma de delimitar espacios.

¿Y ahora…hacia dónde iremos?

En la actualidad nos encontramos en un entorno VUCA (acrónimo creado por el ejército norteamericano para describir situaciones volátiles, inciertas, complejas y ambiguas) de difícil manejo, pero la realidad irá normalizándose y estabilizándose. Algunos países ya han empezado a regular de forma más específica esta nueva realidad, algo necesario pero que, como ocurre en otras tantas ocasiones, se ejecuta tardíamente, de forma incompleta y con la mira desviada.

En cualquier caso y como casi siempre, la virtud estará en el término medio y habremos de desarrollar modelos híbridos oficina/casa donde lo importante no sea el presencialismo, sino la productividad. El trabajo en modo remoto viene a añadirse a figuras como las de los falsos autónomos o compañías como MTurk, actores que están redibujando las relaciones empresa-trabajador y creando un camino con muchos elementos a mejorar, pero de una única dirección.

Como reflexión final, hemos de recordar que el ser humano es un ser social por naturaleza y ha sido nuestra capacidad de cooperar a través de distintas estructuras políticas, económicas y sociales la que nos ha hecho avanzar. En las próximas décadas tendremos el reto de gestionar nuestro individualismo sin perder de vista nuestra condición social.

Las herramientas que las tecnologías pondrá a nuestra disposición nos permitirán (cada vez más y de forma exponencial) trabajar, comprar, divertirnos y relacionarnos sin salir de nuestros hogares, pero ello no puede hacer que perdamos nuestra condición social, ya que supondría un retroceso significativo en nuestro proceso evolutivo, sino que debería obligarnos a enfocar nuestras relaciones sociales desde nuevos paradigmas en los que, paradójicamente, el individuo pueda vivir más aislado físicamente que nunca.