ESPECIAL

28/12/2020

Por: Sergio Rosas Romero

“La última primavera”, primer largometraje de Isabel Lamberti, pone en el núcleo de su trama a la familia Gabarre-Mendoza, forzada por el gobierno local a dejar su casa y mudarse a una vivienda de protección social.

Muchas veces, los artistas entablan con su obra una relación de preguntas y respuestas. En el caso de Isabel Lamberti (Bühl, 1987) su pregunta era cómo conectar con sus raíces españolas (una de sus abuelas es española y vive en Madrid), cómo relacionarse con los problemas del país y meterse de lleno en la lengua, en cierta sensibilidad. La respuesta, si se quiere, está presente en sus dos primeras películas, el cortometraje “Volando voy” (2015) y el largometraje “La última primavera” (2020), que no solo están unidas por haberse filmado en castellano y en territorio español, sino por estar protagonizadas por la familia Gabarre-Mendoza, habitantes del barrio periférico madrileño La Cañada Real.

En el cortometraje, la trama se centra en los largos desplazamientos que tienen que hacer los chicos de la familia para poder asistir a la escuela más cercana. A partir de esa primera experiencia Lamberti conoció a fondo a la familia y entablaron una relación que fue más allá del rodaje. Cada vez que la holandesa pasaba a visitar a su abuela en Madrid también aprovechaba para ir a La Cañada Real para saludar a los Gabarre-Mendoza. Hablaron sobre su día a día en el barrio, las limitaciones, las consecuencias de la creciente desigualdad madrileña.

Y también hubo espacio y tiempo para compartir celebraciones y muestras de afecto. Justamente eso, “verlos crecer y ver el amor que los unía fue lo que me llevó a pensar en un segundo largometraje”, comenta la directora cuando rememora cómo y cuándo comenzó a pensar en el segundo proyecto cinematográfico relacionado con la familia madrileña.

Lamberti presentó “La última primavera” en el Festival de Cine de San Sebastián y se llevó el premio en la categoría de Nuevos Directores. La película cuenta cómo los Gabarre-Mendoza (una familia numerosa que representa ciertos estereotipos de la cultura gitana) deben mudarse de La Cañada Real a una vivienda de protección social por orden de las autoridades estatales. Si bien no es una movilización forzada, la película deja en evidencia el profundo malestar o descontento que la orden tiene sobre la familia y sobre los otros vecinos notificados.

En un sentido más simbólico, la película pone en el centro de su trama dos visiones opuestas de lo que se entiende por familia u hogar. En un momento de la película un asistente social le explica a David Gabarre, patrón de la familia, que en la nueva vivienda de protección social no puede vivir con su hijo mayor porque este ya tiene su propio hijo y eso, a ojos del Estado español, significa que debe iniciar su propio proceso para tener su propia vivienda subvencionada.

¿Por qué en una misma vivienda no pueden habitar abuelos, padres y nietos? ¿En vez de obligar a que una familia se separe en contra de su voluntad no sería mejor ampliar en concepto de familia cuando esto resulte provechoso para todos los miembros de un hogar?

Ahora, “La última primavera” no defiende ciento por ciento todo lo que ocurre o supone vivir en el barrio representado. Nos muestra que La Cañada, a pesar de ser el espacio donde un fuerte amor de familia es posible, donde los niños juegan entre la chatarra a ser superhéroes y donde los lazos con los vecinos son fuertes, duraderos y solidarios, también es un barrio donde no hay servicios básicos asegurados, como es el caso de la electricidad, o donde hay pequeñas bandas que cometen robos e invitan a los jóvenes a delinquir.

David Gabarre en uno de los coloquios del Festival de Cine de San Sebastián.jpg

Esta historia que nos presenta Lamberti está construida como una ficción pero tiene uno de sus pies clavados en la realidad del barrio: efectivamente la familia Gabarre-Mendoza existe (todos ellos son actores naturales); hubo un proceso de reubicación colectivo tanto de esta familia como de otras promovida por las autoridades estatales; y también es cierto que La Cañada Real suele presentar altos índices de criminalidad, sobre todo por tráfico de drogas. Sin embargo, aunque todo esto guarda un vínculo innegable con la vida real, “La última primavera” no es un documental sino una obra de ficción. ¿Por qué?

“Tiene que ver con que no contamos en detalle cómo fue el proceso de reintegración forzosa y porque no nos metimos de lleno en la burocracia específica detrás de un proceso tan complejo como este”, responde Lamberti, “por eso, es una película de ficción sobre el interior de una familia. Eso es lo que más me interesaba: contar una película mucho más emocional que pusiera en el centro el amor familiar en medio de un proceso tan duro de llevar”.

Lamberti enfatiza que nunca pensó en hacer una película que tuviera como objetivo último remover la conciencia de la clase política madrileña para “cambiar las cosas”. La holandesa es consciente de la poca influencia que puede tener su película en la toma de decisiones del poder político, sobre todo en temas tan complejos como es la reubicación de familias o las condiciones de vulnerabilidad en la que viven muchos habitantes en Madrid, una de las ciudades más desiguales de España. Tal como puntualiza la directora, “no quiero ser ingenua y decir que esta película va a cambiar mucho, porque la verdad es que no creo que lo cambie. La política tiene mucho más poder para excluir gente, y al final harán lo que quieran”.

Sin embargo, la visión que Lamberti proyecta en su obra no es pesimista ni indiferente. Los Gabarre-Mendoza ejercen todo tipo de resistencias ante los abusos y las violencias simbólicas que se fraguan en las oficinas de los funcionarios o en los despachos de los políticos. Esto se representa de muchas maneras a lo largo del film: desde las protestas justas y aireadas de David Gabarre a los funcionarios que llevan el proceso de reubicación, hasta los gritos y putazos del hijo mayor que no tolera que un policía municipal se acerque a la casa el día del cumpleaños de su primogénito.

Lamberti con el premio Nuevos Directores

Lamberti ofrece una película sin un protagonista definido porque ciertamente la familia funciona como un solo organismo que se protege asimismo de cualquier peligro o amenaza externa. Tal como en las tragedias griegas, los Gabarre-Mendoza son un coro que ante la orden de mudarse o ante la crítica del Estado a su manera de entender la familia ellos responden “aquí estamos, seguiremos juntos, vengan por nosotros”. Esa unidad, esa lealtad y ese amor despierta una simpatía general en el público que, en la medida de lo posible, puede contribuir a que se afine la mirada crítica que se tiene de los gobiernos locales con este tipo de historias.

Demoler una casa, tal como ocurre en “La última primavera”, es demoler una forma de existencia y unas redes colectivas que no se forjaron en un solo día. Que los espectadores salgan de la proyección de la película con esa idea clara es ya toda una ganancia en términos políticos, y eso definitivamente hace que el film de Lamberti sobresalga con creces a muchos otros de jóvenes directores.

“De nuevo: no sé qué va a pasar después de que la película sea vista”, añade la directora, “pero la cosa más importante es que los espectadores vean a los habitantes de estos barrios con otros ojos. Si puedo cambiar esa percepción creo que con eso me basta para estar feliz”. Con el premio Nuevos Directores ya bajo el brazo y con un futuro marcado por la proyección del film en distintas pantallas de España y Europa, Isabel Lamberti puede tener varios motivos para seguir estando feliz.